Cuando a mi hermana le volvieron las convulsiones, mi madre me miró
atónita:
—Dios mío, este cura es un farsante. Quién le habrá dado la autorización
para realizar…, pienso mandarle una carta al obispo denunciándole por mala
praxis. ¡Y tú qué haces ahí parada! Vete a buscarle…, ¡vamos!
En el momento en que salía de la casa, mi madre sujetaba a Mercedes la
cabeza para evitar que se golpeara contra el suelo. Contorsionaba la espalda
formando una C perfecta e imposible. Babeaba.
—Es absurdo. —me dijo Don Pedro, el cura, mientras se tomaba una
manzanilla salpicada con anís del Mono.— Dos posesiones en menos de un mes no
es factible. Ni el innombrable tiene tanto tiempo libre.
—Los síntomas son los mismos padre, por favor, salve a mi hermanita.
Yo por aquel entonces era una sinsorga de mucho cuidado.
—Está bien… Espérame en tu casa. Voy a vestirme y a buscar los
utensilios. Pero si es como dices, dile a tu mamá que esto puede deberse a que
algo pecaminoso ocurre en esa casa. Las indulgencias ya sabe que se pagan. Una
vez extraído el mal, estaría bien que hiciera una donación. Pero bueno, ve
anda, ya hablaré yo con ella.
Volví a recorrer el mismo camino pero en sentido inverso. Mi madre había
conseguido llevar a Mercedes a la cama y le pasaba un paño húmedo por la cara.
—¿Dónde está el cuervo? —me preguntó.
—Ya viene…, no debería llamarle así madre, usted misma abre la puerta a
posibles peligros. Ahora quiere que le pague.
Ella me miró de tal manera que empecé a pensar que el maligno había entrado
en su alma pecadora también. Don Pedro la sacó de sus pensamientos impuros
cuando entró en casa a regañadientes.
—Adela, a ver, vamos a tranquilizarnos…
—¿Qué es esa historia de que le tengo que pagar?
—No se preocupe de eso en estos momentos. No es un pago, son donaciones,
pero ya habrá tiempo para hablar. Comencemos con el procedimiento.
Mi madre le observaba de refilón con mala saña cuando inició por segunda
vez el proceso: In nomine
Patris et Filii et Spiritus Sancti… Repetimos con él varias frases
en latín. “Ahora empezará con el dichoso nombre” me susurró mi madre. “Shh, qué
le va a oir, y va a salir otra vez mal, ya verá”. Ella suspiró.
—¡Dime tu nomb…! Esperen necesito el crucifijo. —El cura se puso a
rebuscar dentro de la bolsa negra que había traído. Se volvieron a escuchar
susurros maternales. Mercedes parecía estar en estado de duermevela en ese
momento.
—¡Joder! Perdón…, no encuentro mi crucifico señora Adela, tendremos que
construir uno. Si tuviera a bien facilitarme unos cubiertos.
Se fueron los dos a la cocina. Me quedé a solas con Mercedes. Sentía un
terror indescriptible. Aún así, saqué fuerzas para mirarla una vez más. Tenía
los ojos cerrados. Giró la cabeza hacia donde yo estaba y los abrió de par en par,
yo di un bote en la silla y me puse de pie. Fue entonces cuando me guiño un ojo
y dentro de mí la estupefacción cobró protagonismo.
El cura apareció por la puerta con dos cuchillos que, atados con una
cuerda, formaban una cruz; aquello me resultó del todo siniestro. Mi madre
venía tras él arrastrada por la desidia.
—¡Dime tu nombre, demonio! —le gritó Don Pedro a mi hermana mientras
alargaba el brazo, cruz en mano. Mercedes se irguió y le escupió en la cara.
Horas después, la misma Mercedes sonreía en la cama mientras me contaba
sus propósitos:
—He tenido que inventarme algo. Mamá quería mandarme a ese internado
para chicas pobres y no pienso ir, lo tengo muy claro.
Yo la observaba con una mezcla de incredulidad y admiración. Pero
también con tristeza por mi inocencia, por tener tan poca malicia para la vida.
—¿De dónde has sacado ese nombre, Barrabás? Al cura le ha parecido raro.
—El otro día la maestra nos leyó un pasaje de la Biblia. Barrabás fue un
hombre muy malo, por el mataron a Jesucristo, nuestro señor.
—Ahh…
Yo me quedé pensativa. Mi hermana contemplaba el techo henchida de gozo,
orgullosa de sus ocurrencias, con la satisfacción de ser ganadora.
—Tengo miedo Mercedes. —le comenté entonces— Si no te manda a ti al
internado, me mandará a mí. ¡No quiero, hermanita!
Se sentó en la cama y me miró con perspicacia.
—No te preocupes, renacuaja, ya ingeniáramos algo.
—Sí, haz algo por favor.
Adela cocinaba unas tristes acelgas para la cena. Eran tres en casa,
tres mujeres menudas, una adulta y dos niñas que a pesar de esto, comían como
bellacas. No pasaban por una buena racha. Y ahora, teniendo a su hija mayor
enferma de malignidad, ya no podía enviarla al colegio interno para niñas sin
recursos
No sabía cómo iba a salir adelante. La habían echado del bar donde
trabaja como cocinera por haber hablado mal a un cliente que se había
propasado. A veces pensaba que todo lo malo que les pasaba era culpa suya, por
descarada, por no saber comportarse. Y pensó en la pequeña, aquella criatura
timorata e inocente. Sería demasiado para ella mandarla fuera, pero llegado el
caso…
Notó que algo se interponía en la luz que se reflejaba en la pared; una
sombra había cruzado la puerta en dirección al baño. Fue al pasillo y miró a la izquierda. Su hija
pequeña se encontraba frente al espejo del pasillo, inmóvil, sin expresión
alguna en los ojos.
—Hija, ¿qué haces?
No obtuvo respuesta.
—¡Niña!
Nada.
Adela no era propensa a miedos sin fundamento, pero en ese momento
sintió un escalofrío. Aun así, se dirigió con paso firme hacia el sitio donde
se encontraba su hija. La zarandeó.
—¡Despierta nena! Ahora eres sonámbula o que
coño...
La niña pareció reaccionar, giró la cabeza y
miró a su madre con expresión beata.
—¡Madre querida! La más bella y dulce de
todas. ¡Mi santa madre! He sido testigo de algo excepcional, algo reservado a
los espíritus más limpios, más puros.
—Pero…
—Se me ha aparecido… ¡La Virgen Santísima! A mí,
a una simple niña pobre e ignorante. Y yo me he postrado ante ella. Y me ha
hablado, y han sido las palabras más hermosas que han escuchado estos oídos.
—No puede ser.
—Tenemos que permanecer juntas, mamá. Solo así
podremos vencer al maligno. Por eso ha venido, a advertirnos. Aunque no
tengamos donde vivir, aunque no tengamos un mísero garbanzo que llevarnos a la
boca, aunque la vida quiera jugar con nosotras, tenemos que ser fuertes y
valientes. La unión es la única manera de derribar las adversidades. Eso ha
dicho.
—Hij…
—Ahora he de volver a la cama, mami. Reflexiona
sobre estas palabras. Anda, dame un abrazo.
Observó a la niña mientras se dirigía con porte
sereno a su habitación y cerraba la puerta tras de sí. Le pareció escuchar unas
risas; pero no, sería el desconcierto que la agitaba por dentro.
Adela se fue a la cocina y se sentó; lloraba, no
sabía si de emoción o de desesperación.