Tengo un compañero en mi cama. Acabo de descubrirlo al abrir los ojos.
Está de espaldas y cuando estoy intentando recordar se da la vuelta: Ya, el de
ayer del bar. Suena el teléfono fijo, damos un bote los dos al unísono. Con los
ojos muy abiertos, que qué hora es, me pregunta. Revuelvo la ropa, no encuentro
el móvil, no lo sé, le digo, pero tengo que ir a trabajar. El teléfono deja de
sonar. Yo también, dice, tampoco encuentra su móvil. Removemos las sábanas
hasta que no son más que un rebujo en el centro de la cama. Bueno yo me visto
de momento. Él hace lo propio. No hay tiempo para duchas.
Su móvil ha aparecido sin batería, pero eso le relaja. Del mío no hay ni
rastro, ni tampoco de las llaves de casa, tendré que abandonarla así, casi
desnuda. Pero cuando vamos a abrir la puerta, resulta que no podemos, está
cerrada con llave por dentro. Pero, ¿qué es esto?, masculla, ¿por qué cerraste
la puerta? y tal. Yo creo que no fui yo, si no recordaría la ubicación de las
llaves. Y para qué la cerraría yo, argumenta él, no es mi casa, ni sé donde
están tus llaves. Hay que llamar a un cerrajero, dice, ni lo sueñes, le
comento, me va a costar un pastón. Ya lo pago yo, vale, pues que lo pague él.
No tiene batería en el móvil, no puede mirar en internet el número de alguno,
pues yo no tengo páginas amarillas, siempre las tiro, ya no sirven para nada. Sí,
ya veo. Se me ocurre aporrear la puerta: ¿hay alguien ahí, por favor? ¡Amelia,
socorro! Pero ¿qué haces? Para por lo que más quieras, que se van a pensar otra
cosa, a ver si llaman a la policía, joder. Pues que vengan, ya les explicamos.
¡Qué no hay tiempo, que hay que salir de aquí! En eso tiene razón, ni cerrajero
ni hostias. Bien, le digo, vamos a intentar encontrar las llaves con
tranquilidad, sin entrar en histerismos.
Al final aparecen debajo de la cama, vete tú a saber cómo aterrizaron
allí. Salimos y apretamos el paso. En el portal nos despedimos con dos besos;
bueno hasta luego, sí hasta otra.
Llego al trabajo sin respiración. Y eso que el trayecto es en coche,
pero es por los nervios, son las once de la mañana nada más y nada menos. Eli
me mira con cara de no entender primero y con picardía después: Tú hueles a… No
lo digas por favor, le advierto, no soporto esa frase. Sí, pues a ver si
soportas esto, el jefe quiere hablar contigo, me suelta. Dos minutos después de
respirar hondo y atusarme el pelo, doy dos toquecitos a la puerta de su
despacho. Ah, buenas, dice ¿tenías médico? No, le respondo, un incidente
doméstico, pero nada importante. Pues tienes mala cara. La realidad es que no
me ha dado tiempo a maquillarme, pienso. Esta es mi cara real, quiero gritar,
pero va a ser que no.
Está bien, te quería ver por lo del ascenso, lo que te comenté el otro
día, ¿qué me dices? He tenido varias reuniones con los de arriba, y al final se
ha decidido que se quiere apostar por una mujer, una mujer joven, ya sabes hoy
en día... Ah…, eso. La verdad es que de momento no me interesa, tengo muchos
líos fuera del trabajo, no puedo permitirme un trabajo con horas extra y más
responsabilidades (es mentira, simplemente no me interesa). ¿Cómo?, ¿de
momento? Pero tú no sabes lo que he peleado por ti, que eras la mejor opción,
eficiente y con buena presencia. Otros querían a alguien mayor, yo he aludido a
tu juventud, a la imagen que se puede ofrecer al exterior. Lo cierto, continúo
yo, es que preferiría quedarme en mi puesto, me da tranquilidad, me gusta lo
que hago (es mentira otra vez, quiero salir de allí pitando). Me parece
increíble, sigue él, que tú como mujer… Ya no le escucho.
No sé cómo, pero al final he conseguido salir de su despacho; tampoco sé
como saldré de esta, supongo que suena muy chungo lo de no ambicionar más en el
trabajo. Pero ahora no tengo tiempo de pensar, tengo que ir a recoger a la
niña, esta semana me toca a mí, y solo faltaría que la tendría esperándome sola
a las puertas del colegio. Llego justa pero bien, todavía hay un grupito de
niños y padres. Reconozco a mi hija de lejos y sonrío, está hablando con un
chico de su edad. Pero de repente algo se tuerce y le pega un empujón. El crío
se cae de espaldas y se queda sentado en el suelo. Empieza a hacer pucheritos.
Voy corriendo hacía ellos. Pero, ¿qué pasa, cielo?, ¿qué te ha hecho este niño?
A mí nada, mama; es a ti, te ha llamado promiscua. Uy, promiscua, ¿cómo ha
añadido un niño de ocho años esa palabra a su vocabulario? Todavía está
sentado, así que le cojo de la capucha de la sudadera y le zarandeo suavemente
mientras le elevo hasta que encuentra su centro de gravedad. Al girar la
cabeza, me encuentro con una mujer que me mira con severidad. Su hijo se ha
caído, le digo, debería tenerlo más vigilado. Me aparta la mirada y sin decir
una sola palabra, coge de la mano al crió y se lo lleva.
Yo hago lo propio con la mía que no deja de mirarme. Te va a dar
tortícolis, le aviso. ¿Es promiscua un insulto?, me temía la cuestión. Dudo en
la respuesta, ni siquiera lo sé. Dependerá del contexto, supongo, pero eso va a
ser difícil de explicárselo a una niña. ¿A
ti que te ha parecido?, le pregunto. A mi me ha parecido que sí, me contesta,
por eso le he empujado. Pues entonces has hecho bien, cariño. Dios, espero que
no le cuente a su padre estas conversaciones.
¿Te apetece una pizza, cariño? Sí, pero a papá no le gusta que coma esas
cosas. Joder con Don Perfecto. Solo hoy, hija, tampoco hace falta que le
cuentes todo a papá ¿sabes?
Cuando voy a arrancar el coche me llega un mensaje al móvil. ¿Te miro lo
que te ha llegado, mama? ¡¡Noo cariño! Yo, yo lo hago… Es de Pedro, ¿quién es
Pedro? Será el de ayer, lo deduzco por el texto: ¿Quieres tomar una copa esta
noche? Después podríamos seguir perdiendo cosas… Luego le contesto, aunque
tendrá que ser mañana, hoy no puedo. Voy conduciendo y tengo una sonrisa boba
en la cara. La niña me lo nota, es más lista de lo que creo. De repente suelta
una carcajada: Mamá, acabas de pasarte la pizzería. Vaya día, en que estaré
pensando. ¿Quieres que ponga una ensalada para la cena?, me dice ella a mi, sé
cocinar, te lo juro. ¿No te importaría?, la miro con ternura, estoy muy muy
cansada, cariño…