domingo, 8 de enero de 2017

RELATO: SOLTARSE AL VIENTO.



SOLTARSE AL VIENTO



         Del principio recuerdo el viento. ¿Cómo no hacerlo?

         En el centro de un páramo extenso, tan solo moteado por unos cuantos arbustos y una especie de árboles enanos, se ubicaba el solitario pueblo en que me crié. El viento, especialmente en otoño, venía en oleadas que hacían temblar las ventanas, y hacían perder el equilibrio a Paca, que traía las patatas de la última cosecha. Yo, tumbada en la cama después de la comida y una siesta imposible, mantenía la mirada perdida sumergida en mis ensoñaciones, que en aquella época se reducían a la manera de encontrar la habilidad de hacer el pino-puente sin descalabrarme la cabeza. La competitividad entre Inés, mi vecina, y yo, era inaudita, digna de unas Olimpiadas o campeonatos mundiales. Ella era más pequeña y más ligera, pero yo tenía una flexibilidad que no encontraba resistencia en ninguna postura. Si ella se colgaba de una rama de un árbol por las piernas, yo hacía cincuenta vueltas de "reloj" sin pausa. Era tan absurdo, pero a la vez tan vibrante y temerario..., hasta que alguien nos cogía por el hombro o nos pegaba un cachete, y nos recordaba lo arriesgado e inútil de nuestras "aptitudes".



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         Estoy andando por la arteria principal de la ciudad. He dejado de coger el coche, se ha hecho imposible circular sin atascos, y me he percatado de que tardo menos cogiendo el metro. La gente ha empezado a correr por las escaleras que dan al subterráneo. Estamos en hora punta. Si perdemos este, tendremos que esperar cinco minutos al siguiente. Parece poco, pero es suficiente para llegar tarde. He conseguido cogerlo, pero he llegado jadeando. Voy a casa; necesito llegar cuanto antes. Se está haciendo de noche, y yo odio andar por ahí de noche, no veo bien y me mareo. Observo a mis compañeros de vagón. El niño triste de jersey rojo con su mochilón a cuestas, como siempre, de pie, agarrado del tubo central. El señor de traje, con sus ojeras y su periódico debajo de la axila. La señora, de pelo corto y color indescriptible, con su uniforme de limpiadora. La voz de la megafonía anuncia mi parada. Me levanto del asiento, salgo y me pongo a correr. Fuera, se está haciendo de noche, ¿cómo puede ser? Ahora recuerdo que el sábado retrasamos la hora. Maldigo mi falta de memoria y mis continuos despistes.



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         Por la noche, Inés y yo dejábamos nuestra rivalidad a un lado, y nos tumbábamos sobre la hierba. Al oscurecer, el viento también se calmaba y nos daba un respiro. Mirábamos al cielo y contábamos las estrellas. Yo empezaba por la izquierda y ella por la derecha. Luego las sumábamos. Lo hacíamos casi cada noche, porque cada vez nos daba un número diferente, y queríamos dar con la cifra exacta. Éramos unas tozudas. Luego nos quedábamos en silencio. Entonces escuchábamos. A pesar de ser un pueblo tan aislado, el sigilo absoluto no existía. Crujidos de ramas, sonido de cigarras, grillos, y de repente ¡el burro!, nos tronchábamos de la risa. Pero también el lobo..., yo me estremecía. Y sé que Inés lo notaba, porque entonces me miraba de refilón y me acariciaba la mejilla. Después me cogía fuertemente de la mano, aquello me tranquilizaba.



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         Hoy he cogido el día libre. Llevo semanas intentando hacerlo, pero había que acabar el maldito proyecto y era imposible. Sin embargo, ahora que tengo muchas horas por delante, no sé que hacer. Desde que acabó mi historia con aquel indeseable, he estado trabajando tanto que me he dado cuenta de que mi tiempo libre se limitaba a estar con él. Sin embargo me obligo a salir de casa. Miro por la ventana. El nivel de polución ha subido mucho. La gente lleva las máscaras puestas. Veo la pantalla gigante que está enfrente de mi vivienda. Recomiendan no salir de casa ni abrir las ventanas. Una neblina impide ver más allá de cincuenta metros. Me da igual, voy a salir. No tengo nada que perder. Mi tos ha empeorado los últimos días y también los mareos. Hace tiempo que dejé de ir a los tratamientos de aeración; las colas eran insufribles. Decidido, me pongo la gabardina y salgo a la calle.



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         El viento del norte arreciaba cada día al amanecer. Era cuando más se sentía. Si llovía se hacía casi imposible salir a la calle, pero yo siempre me escabullía. Me ponía el chubasquero y las chirucas, y arreando. En cuanto abría la puerta notaba como algo me empujaba hacia dentro, pero yo no me dejaba, me resistía, y finalmente lograba salir y cerrarla. Cada paso era una aventura, y más teniendo en cuenta que mi meta era llegar a lo alto de la pequeña colina, único relieve en toda la llanura. La lluvia me golpeaba en la cara y en las gafas, hasta el punto de no ver nada. Una vez situada en lo más alto, me las quitaba y ponía mis pies justo en la cornisa del pequeño barranco. Entonces abría los brazos hasta formar una cruz, y dejaba que el viento me golpeara en su plenitud. Y así estaba cinco minutos. Después bajaba al pueblo. A veces Inés estaba mirándome pasmada por la ventana. Sonreía, y retorcía su dedo índice contra la sien.



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         Me sobra el abrigo; el bochorno es horrible. No sopla ni una gota de aire y el cielo está cubierto de una capa blanquecina, pero no son nubes. Es curioso, hace tiempo que no veo ningún pájaro, ni siquiera palomas, eso sí que es raro. Se ha abierto un poco la niebla y se puede andar con mayor ligereza, pero yo voy despacio, no sé adonde. La gente me mira desconcertada; es porque no llevo la máscara. Me siento en un banco. Tengo que limpiarlo un poco con un pañuelo, porque tiene adherido un manto de polvo fino. Y así como si nada, me pongo a mirar a la gente. Un señor bastante mayor se tiene que parar en una estación de oxigenación de urgencia; está bastante sofocado. Mete dos euros en la máquina, y aparece una mascarilla colgando, como si fuera un café express. Se la pone en la cara ansioso y aspira profundamente. Tiene para cinco minutos.



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         El perro no hacía más que ladrarme para que jugara con él. Y eso que no era mío, era del pueblo, o mejor dicho de nadie. Un día vino siendo un cachorro, y se asentó aquí. Creo que el hecho de que le diéramos comida en abundancia le hizo decidirse. Siempre me preguntaba como había aparecido aquí desde la nada, ya que hay que tener en cuenta que el pueblo más cercano estaba a varios kilómetros de distancia. A veces hacía conjeturas, pero se me ocurrían ideas tan disparatadas que lo dejaba por imposible. Inés, siempre con su manía de ser protagonista, contaba que se lo había dado un hombre un día que estaba sentada en el banco de la plaza; que vino en un coche negro y le encargó que lo cuidara. Nadie la creyó, y menos su madre, que no quería quebraderos de cabeza. Le quisimos poner un nombre, pero eran tantas las propuestas que finalmente se quedó con un nombre genérico: Perro. Cada día pasaba por una casa distinta y se sentaba educadamente en la puerta para que le dieran de comer. Sabía que no tenía que atosigar, que las cosas venían por sí solas. No sabía nada el Perro.



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         Estoy en el puente de la ciudad. Es un puente estéril hoy en día. Une las dos márgenes de la urbe de manera innecesaria, ya que el caudaloso río que la atravesaba ha desaparecido. En algunos sitios se advierte fango, barro y pequeños arbustos, pero sobre todo, el lecho se ha convertido en un agrietado suelo, con surcos más o menos profundos. El río está seco todo el año, ya no se escucha el sonido del viento contra el agua. Porque no hay viento ni hay agua. Pero no solo es eso, el panorama además, transmite una sensación de aridez y aspereza que resulta difícil de digerir. Es como un abandono, un sufrimiento silencioso. No parece la cuna que mecía al río, más bien parece su tumba.



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         Si hacía buen tiempo, íbamos al pueblo más cercano, el del valle que nacía del páramo. Teníamos que ir en bicicleta porque estaba lejos. Allí el viento no azotaba tanto como en nuestra aldea, y había un riachuelo no muy grande, pero suficiente para que Inés y yo saltáramos dentro desde el puentecillo de madera sin pensárnoslo dos veces. Al primer contacto con el agua, un frío intenso nos recorría de abajo arriba, y nos dejaba sin respiración unos segundos. Recuerdo el día en que a Inés se le olvidó el traje de baño, y se tiró con vestido y todo. Cuando salió a la superficie, tenía una trucha en el escote; casi le da un telele. Yo me moría de la risa. Por más que quería no era capaz de sacársela de encima. Al final el pobre animal encontró la forma de escaparse. La verdad es que impresionaba ir andando y notar como los peces te tocaban las piernas. Los mayores, para asustarnos, nos decían que había pirañas, pero nosotras ya estábamos curadas de espanto.



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         El viento..., acaba de hacer su presencia. Parece surgido por invocación. No puedo creerlo, un frescor puro y reavivante se estampa contra mi cara. No sopla en una sola dirección, se están formando remolinos. Animo a un grupo de chicos uniformados a que se quite las mascarillas, pero nadie me hace caso, me esquivan, me miran alucinados. Siguen con su inercia y su robótica huida hacia adelante. Apuestan por lo que han vivido, por lo que les hará morir, no conocen otra cosa. No saben lo que se pierden... Comienzo a andar contra el viento, como antes, cuando inicié esa pelea estúpida en mi niñez. Y sin quererlo me meto en un torbellino, y dando vueltas subo al cielo. Y vuelo, y observo la decadencia, la herrumbre de las fábricas, las viviendas en ruinas. Pronto cambio de escenario, ese me resulta doloroso. Paso por un bosque trufado de árboles; hay de todas las alturas, pero es tan frondoso que me es imposible bajar. De pronto la espesura da lugar a una llanura verde y luminosa. Es un buen sitio para posarse. El viento ahora es suave, así que no me cuesta bajar. Me tumbo en el fresco, perfumado y mullido tapiz. Doy unas cuantas vueltas antes de dormirme, quiero sentir los hierbajos en mi cara.

         Pronto estaré contigo Inés..., deja que antes sueñe un poco.





12 comentarios:

  1. Se dice que somos un 60% pasado un 39% futuro y solo un 1% presente. En el caso de la protagonista podríamos eliminar el futuro. Una realidad gris de la que intenta escapar en la máquina del tiempo que son los recuerdos. Unos recuerdos que en su caso son su vida. El presente parece no ser más que un tiempo añadido. Una estructura perfectamente adecuada, unas imágenes muy pensadas para el propósito de lo que se quiere trasmitir. ¡Fantástico! Un abrazo.

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  2. Muchas gracias por tu comentario David. Como dices, la protagonista del relato está sumergida en un presente poco apetecible e intenta huir al pasado. Se dice que hay que intentar vivir el ahora para ser más felices. Supongo que a veces es muy difícil, de ahí tus estadísticas. Gracias por tu visita, David. ¡Un fuerte abrazo!

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  3. Esos recuerdos maravillosos de la infancia... y el contraste que se repite al alternar el presente con el pasado, todavía refuerza más esa diferencia. Estupendo relato!

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    1. Muchas gracias por tus palabras Norte. Como dices, he querido marcar ese abismo que existe entre pasado y presente y que la protagonista es incapaz de asimilar.

      ¡Un abrazo!

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  4. Fantástico relato, me recuerda enormemente a mis vivencias de la infancia en verano en los extensos parámos españoles, que visito de vez en cuando para escapar de la contaminación de donde vivo.

    La mejor frase es la última donde pide a Inés que la espere, me parece muy emotiva.

    Un saludo y felicidades por el relato.

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    1. ¡Hola! Me encanta que te haya gustado y te hayas sentido identificado con esos recuerdos de tu niñez. Muchas gracias por tus palabras.¡Un saludo!

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  5. Un brillante relato que te pasea, de forma fluida, del recuerdo infantil, alegre y nostálgico al presente. Muy interesante como la protagonista hace el trabajo de elaboración, a través de poner palabras.

    M Victoria L.Almansa Pimentel

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    1. Muchas gracias por tus palabras Victoria. Para mí es un placer que te pases por aquí y me dediques este "análisis" del relato, que además es certero, porque es lo que he pretendido.

      ¡Un enorme abrazo!

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  6. ¡Qué bueno, Ziortza! En mi tierra decimos tener saudades y creo que tu relato es un magnífico ejemplo de esa añoranza de un pasado mejor, en este caso de una infancia prácticamente idílica que contrasta tan vivamente con su agobiante presente. Enhorabuena y un fuerte abrazo

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  7. ¡Muchas gracias Eva! Me alegra que te haya gustado. Es interesante ver como cada región tiene sus vocablos perfectos para expresas ciertos sentimientos. En cuanto al relato, es lo que pretendía, remarcar esa amargura que supone para la protagonista ese contraste.

    Un fuerte abrazo.

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  8. Bellísimo Ziortza, es un relato hermoso el que has logrado. Tiene la frescura característica de tus narraciones, pero además por detrás de las palabras, logras que uno se haga cómplice de tu personaje. La haces contar estrellas y extender los brazos para sentir el viento, la haces jugar en su niñez, logras que uno sienta su alegría. Y, en forma entrecortada introduces escenas de su vida adulta, en la ciudad contaminada y con el río seco, agobiada, con rutinas insoportables, con la gente sedienta por un átomo de oxígeno. Entonces, por la magia literaria la haces volar contra el viento, la elevas por sobre el bosque, buscando la llanura, y la dejas sobre la hierba. Primero soñará y luego irá por Inés. Es una delicia leerte Ziortza. Una magnífica historia, contada con un lenguaje envidiable, con una intensidad que no cede en ningún momento. Felicitaciones.
    Un abrazo.
    Ariel

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    1. Muchas gracias por tus palabras Ariel. Y por tu detallado comentario del relato. Es una grandísima satisfacción cuando pones empeño en intentar trasmitir algo y haya personas como tú que lo entiendan tan bien. Siempre eres muy amable conmigo, y eso me anima para seguir escribiendo, ya que hasta hace poco me costaba mucho mostrar mis textos. Tus palabras y comentarios significan mucho para mi.

      Un fuerte abrazo.

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